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domingo, 17 de febrero de 2008

Y aprendieron felices para siempre



Escribe: Luis Guerrero Ortiz



El debate alrededor de la evaluación de los aprendizajes en la educación básica ha recorrido varios campos y atravesado varias fronteras. Pero uno de los más elementales y no por eso menos vigente ha estado alrededor de la sencilla pregunta ¿qué evaluar y para qué? Pese a los años transcurridos, no todos están de acuerdo en que evaluar sea indispensable ni conveniente, dada la heterogeneidad social y cultural de nuestros estudiantes, ni todos están de acuerdo en que los resultados de estas evaluaciones deban servir para mover medio centímetro el curso de las acciones ya adoptadas por los Ministerios, quizá apenas para hacer más de lo mismo. Así, tampoco hay un consenso absoluto sobre qué es lo que se debe evaluar, aunque los sistemas nacionales de evaluación ya hayan elegido como prioridad casi indiscutible los aprendizajes en el campo del lenguaje y las matemáticas.

Esto quiere decir que siguen habiendo ilusos idealistas, desapegados del costo de las cosas, como yo, que de cuando en cuando discuten la necesidad de ampliar la mirada sobre otros resultados y efectos de la educación escolar en nuestros niños y adolescentes. No es ningún secreto para nadie que detrás de la preeminencia concedida a la adquisición del lenguaje escrito y de habilidades matemáticas básicas hay no sólo una valoración jerárquica sino también una consideración pragmática: son aprendizajes relativamente más fáciles de medir mediante pruebas de lápiz y papel que otros. Reconozco que a la hora que se suman por decenas los miles de estudiantes a evaluar, las diferencias de costo en los instrumentos y procedimientos de medición sí que pesan.

No obstante, el argumento acerca de la dificultad que supone medir otro tipo de logros escolares resulta cada vez más relativo. John Wasik, columnista de Bloomberg News, informaba a fines de agosto pasado que ahora se dispone de medios para medir la felicidad. No, no es una broma. Tampoco es un ardid para capturar su atención. Es tan serio este asunto y tan académico, que ha brotado de las investigaciones de Daniel Kahnemann, premio Nobel de economía el 2002, y de Alan Krueger, economista de la Universidad de Princeton. Ambos han creado un índice para medir el grado de felicidad de una sociedad, estableciendo cuánto se dedican las personas cotidianamente a actividades que les reportan o no agrado y satisfacción.

Martin Bal, economista estadounidense, publicó hace poco un estudio que analiza los niveles de "felicidad agregada" en distintos lugares del planeta, basándose en los resultados del Estudio Mundial sobre Valores, que encuestó a personas de 65 países. Según sus resultados, la gente más contenta del mundo pareciera ser nigeriana, seguidos de mexicanos, venezolanos, salvadoreños y puertorriqueños, aún cuando, claro está, las cosas que contentan a las personas no son las mismas en todos lados. De todos modos, los encuestados respondieron a la pregunta por la «satisfacción» de manera distinta a la pregunta por el «agrado». Las personas de países más desarrollados declararon sentirse más satisfechos con sus vidas que los nigerianos y latinos.

Estas diferencias entre lo que los economistas denominan «bienestar», pueden ser las diferencias entre el agrado por lo que se tiene o se hace y la satisfacción por el logro de metas o aspiraciones. En este segundo caso, el bienestar subjetivo está vinculado a variables objetivas, como el nivel de ingresos, pero también a la salud, la cantidad y calidad tanto de trabajo como de ocio, la calidad del medio ambiente, la seguridad personal y social, así como la vida emocional. Lo que Kahnemann y Krueger sostienen es que la suma y acumulación de satisfacciones en estos aspectos es siempre relativa, pues a mayor satisfacción se suceden mayores aspiraciones, lo que implica menor agrado por lo que se tiene. «La gente se divide en dos categorías: unos buscan y no encuentran, otros encuentran y no están contentos» decía Mihail Eminescu, poeta rumano del siglo XIX.

La pregunta que me surge, en este contexto, es muy sencilla: ¿cuánto bienestar produce la educación escolar en los estudiantes y cuánta felicidad les aporta como resultado? Naturalmente, yo comprendo que los sistemas de evaluación del rendimiento escolar sólo pueden medir lo que está normado y la norma curricular no dice explícitamente que los estudiantes van a aprender a ser felices. Pero puede ser útil recordar que el actual currículo de educación básica sí enfatiza la necesidad de «una educación que prepare a los estudiantes para actuar en concordancia con los fines de la educación peruana», la cual, según la ley, consiste en «formar personas capaces de lograr su realización ética, intelectual, artística, cultural, afectiva, física, espiritual y religiosa». Según el diccionario de la RAE, «realizarse» significa «sentirse satisfecho por haber logrado cumplir aquello a lo que se aspiraba». Es decir, regresamos a los grados de satisfacción, de Kahnemann.

Podemos discutir, como de hecho se viene haciendo, si los rendimientos en lenguaje y matemáticas son suficientes para predecir el éxito del estudiante en el resto de aprendizajes escolares, tanto como su futuro buen desempeño productivo y ciudadano. Pero lo que nunca se discute es cuánto agrado y satisfacción hay implicados o no en el aprendizaje de la lengua escrita y las matemáticas o de los demás contenidos del currículo. Para la cultura escolar, poner el ojo en la satisfacción de las personas es ridículo, pues el aprendizaje está asociado al esfuerzo y éste al sacrificio, la autopostergación y el dolor. No se trata de que le guste sino de que aprenda, diría la abuelita a la madre preocupada por el desinterés de su hijo. Y lo repetirían en coro una legión de maestros.

De este modo, la presión, la amenaza, el chantaje, la humillación y hasta la segregación, como la que se esconde en la distribución de estudiantes de un mismo grado por secciones, según sus aptitudes, han pasado a convertirse en episodios cotidianos, aceptados e incluso necesarios a lo largo de la vida escolar. Cuando no prima la indolencia, todo vale si se trata de inducirlos a que estudien y aprendan. No pareciera, entonces, que el logro de bienestar en los estudiantes, en sus expresiones más elementales de agrado y satisfacción, fuera un propósito de la educación básica sino, por el contrario, una meta imposible de alcanzar si lo que se busca es que aprendan.

En términos generales, no cabe duda que una fuente de bienestar para los estudiantes, negada para miles de ellos, está en contar con centros educativos limpios y ordenados, con baños en buen estado y agua segura, con lápices y papel suficiente, entre otras condiciones materiales esenciales para sentirse acogidos y respetados por el ambiente, en los aspectos más básicos de la dignidad humana. Pero la fuente mayor de felicidad o infelicidad puede estar más bien en la calidad del contacto diario con otros seres humanos, en las aulas y en los patios, tanto como en la calidad del rol y las tareas que les corresponde desempeñar en esos espacios.

Me apresuro a señalar que el nivel de agrado y satisfacción que emana de la convivencia escolar y del aprendizaje, no representa un tema menor, un problema de segunda línea ni una preocupación futurista, ajena al precario nivel de desarrollo de la educación nacional. Puedo imaginar la inmensa dificultad de algunos colegas, aún de los más pragmáticos y vanguardistas, para aceptar como seria, necesaria o importante una medición de esta naturaleza, habida cuenta de las urgencias más primarias de un sistema educativo pre moderno e ineficaz como el que tenemos en el país.

Pero ocurre que está empíricamente demostrado que todo quehacer que represente una fuente de agrado e interés muy intenso, cuyas demandas de acción estén además ajustadas a las mejores capacidades de cada uno, puede provocar en las personas altos niveles de concentración en su desempeño y de confianza en sus posibilidades, así como de tolerancia a eventuales dificultades o exigencias. El así llamado «estado de flujo», concepto basado en los estudios de Mihaly Csikszentmihalyi (no intenten pronunciarlo), de la Universidad de California, y recogido en las investigaciones de H. Gardner sobre la inteligencia humana, no es otra cosa que la concentración de energía mental en actividades y metas elegidas por nosotros, alineadas a nuestras aspiraciones y que representan por eso una fuente de motivación y disfrute.

Es decir, el grado de «bienestar subjetivo» que las experiencias de aprendizaje proporcionen a los estudiantes puede ser decisivo para alcanzar rendimientos significativos, y aumentar a su vez sus niveles de satisfacción. Si pudiésemos medir el grado de felicidad que nuestros niños y adolescentes encuentran en las aulas de clase, justo en el momento en que son enseñados en las reglas del idioma y en las operaciones matemáticas básicas, podríamos quizás encontrar una explicación muy potente a los bajos rendimientos, bastante complementaria a los déficit ya conocidos en la formación docente y en los arcaísmos pedagógicos que predominan en la cultura escolar.

Los filósofos de la antigüedad y de la modernidad coinciden en que la felicidad no es un bien en sí mismo sino la posesión de bienes a los que concedemos máximo valor. Luego de las investigaciones de Easterling durante los años 70, muy interesado en saber si el dinero hace la felicidad –o produce algún efecto muy parecido- los economistas han aceptado que la naturaleza de estos bienes puede también ser intangible. Y uno de los bienes más apreciados por un estudiante es el respeto y la acogida, como también la oportunidad de enfrentar retos que cautiven su interés y los pongan en «estado de flujo». Esto lo descubrió Vigotsky en sus investigaciones hace 60 años y, sin embargo, a nadie se nos ha ocurrido aún decir que la felicidad pueda ser objeto de una política para evaluar y mejorar aprendizajes, reconociéndola como un camino válido y necesario hacia el conocimiento.



Fuente: http://educhevere.blogspot.com/2007/09/y-aprendieron-felices-para-siempre.html

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